Atenco: de la masacre al no me acuerdo

* Nadie le apuesta a San Salvador Atenco. Los 16 presos, la perseguida América y los miles de traumatizados habitantes no fueron suficientes. Sobre la autopista Texcoco-Lechería los letreros que guían a Atenco han sido borrados. Apenas dos señales, escondidas entre matorrales, dan cuenta del territorio y dos discretas entradas conducen al corazón de los reprimidos.

Miguel Alvarado

Mira de soslayo, con ojos tan abiertos que parecen cerrados. Camina encorvada, por una de las semidesiertas calles de San Salvador Atenco. Las caras extranjeras le producen sobresalto, preocupación. Envuelta en un ajado chal, la mujer intenta pasar desapercibida. Quizás sus propios coterráneos no la noten cuando va al mercado, ubicado enfrente del palacio municipal y de la sede de lo que queda del movimiento de resistencia atenquista, pero los visitantes perciben miedo y angustia.

A dos años y cuatro meses de la represión paramilitar en San Salvador Atenco perviven en las calles pocos rastros tangibles de aquellos 4 y 5 de mayo del 2006. Algunas bardas guardan neciamente las siglas del ejército zapatista, hoy en el olvido mediático. Una foto de la activista del Frente de Pueblos por la Defensa de la Tierra, América del Valle, cuelga de una pared de la Casa de Cultura de la localidad y una frase enmarca la actual realidad: «sólo nos queda la resistencia social».

Una llovizna pertinaz empapa las calles del pequeño pueblo tlahuica, históricamente reprimido y perseguido por españoles y mestizos a causa de la riqueza de las tierras que lo rodean.

De la mal llamada rebelión del 2006 poco o nada queda. El mural, realizado en menos de tres semanas y el rostro del detenido para siempre, Ignacio del Valle, luce solitario en el centro del pueblo, a un costado del ayuntamiento. Allí se narra la lucha contra la industria aeronáutica, con Emiliano Zapata como mudo monumento y un machete transparente rasga aquellos trazos, casi «naif», testigos respetados de ambiciones montielistas y foxianas.

Nadie le apuesta a San Salvador Atenco. Los 13 presos, la perseguida América y los miles de traumatizados habitantes no fueron suficientes. Sobre la autopista Texcoco-Lechería los letreros que guían a Atenco han sido borrados. Apenas dos señales, escondidas entre matorrales, dan cuenta del territorio y dos discretas entradas conducen al corazón de los reprimidos.

En el ayuntamiento priista un cartel da cuenta de los avances que las autoridades aplican a esta tierra de nadie. Dos millones 200 mil pesos para la construcción y mantenimiento de carreteras. Las vías de comunicación, por otro lado, muestran en sus incontables baches la historia del castigo, de la mano de fachadas apenas remozadas.

Los agujeros fueron reparados pero a los pocos meses volvieron a abrirse. Las pequeñas calles, tomadas por los bicitaxis, apenas dan cabida a los pocos autos que por ellas circulan. En el ayuntamiento no hay nadie. Apenas un piso para oficinas y el Cabildo, además de una raquítica recepción, dan cuenta de la actitud de los que gobiernan. No hay regidores desocupados, muchos menos funcionarios. Todavía el edificio luce las caras planas de los héroes de la Independencia. Josefa Ortiz y un remedo del cura Hidalgo flanquean el acceso colgados en un enorme letrero de florituras verdes, blancas y rojas.

«El 23 de septiembre habrá una marcha del FPDT, irán a la ciudad de México y caminarán desde el Ángel de la Independencia hasta la residencia de Los Pinos», informa uno de los hombres que esperan sentados a las afueras de la sede de los del Frente.

Callados, casi ausentes, dicen que no hay nadie quien dé informes. «Llegan más tarde», sostienen, entre lacónicos y atemorizados. Los hombres, de una edad indeterminada pero campesinos, mantienen la calma ante las miradas ajenas. Permiten entrar al cerrado recinto donde se elaboró el plan de defensa de las tierras, en el 2001, y donde se organizó la resistencia contra la policía, hace dos años.

Una de las puertas ha sido reparada. Desde un agujero practicado en la madera, Televisa hacía tomas para una entrevista que mostraba a líderes en «la clandestinidad». Hoy esta habitación está cerrada, cubiertas sus ventanas por gruesas mantas azules. En la parte de arriba, un pequeño baño es utilizado por la comunidad, que puede ver, de paso, el enorme salón de juntas que desde hace un año resguarda mantas, cobijas, pintas, cajas, alimentos y pizarrones donde los asistentes dejan mensajes sobre citas a ciegas y tareas a realizar.

Los ventanales dan directamente a la calle principal. Un camión de pasajeros, uno de aquellos Flecha Roja mortales, aguarda a la entrada, en espera de los manifestantes del 23. Mientras, sirve de escudo contra miradas curiosas. Un retrato del icono rebelde convertido en personaje de Benicio del Toro y Gael García, Ernesto Guevara, aguarda impávido en una columna, mirando al vacío.

Nadie apuesta por Atenco, ni siquiera los propios habitantes. El pueblo es pequeño, apenas seis calles forman el grueso de la cabecera municipal. Más allá están las tierras de la discordia, de la riqueza prometida. Allí nadie se atrevió a construir nada. Los campos están sembrados con el inevitable maíz. El tiempo de cosechas ha pasado y la brecha que conduce al antiguo lago de Texcoco luce abandonada. A un costado de ella, en el límite del pueblo, un enorme parque ejidal, con alberca, frontones y canchas deportivas, resguarda memorias de los zapatistas. Las siglas del EZLN recorren, en un demencial negro y rojo, las bardas perimetrales del verde complejo. Sólo algunos, a las cinco de la tarde, van a correr al parque. Los jornaleros recorren el camino en caballos o a pie pero no se internan demasiado. El primer bordo también marca la frontera. Más allá, los fértiles campos dominan todo. A lo lejos, decenas de kilómetros adelante, algunos cerros muestran el avance de la mancha urbana. Casas depauperadas cuelgan de ellos en racimos. Es la zona de Los Reyes, otro municipio pobrísimo que no puede esconder la miseria. En el campo las brechas se bifurcan. Unas conducen a pequeñas tabiqueras donde apenas humean una o dos. Allí comen los que manufacturan ladrillos con las mismas técnicas de hace 500 años. Allí viven y mueren. La brecha sigue interminable y atraviesa árboles antiguos que bordean olvidadas canaletas. Son cientos de kilómetros cuadrados de paisaje inamovible. El lago de Texcoco es historia. No quedan rastros de él o patos cuenta-cuentos que hablen con funcionarios federales y tomen acuerdos que beneficien a su lacustre comunidad. La tierra cambia paulatinamente. Verdes matorrales y pasto dejan lugar a tierras húmedas, casi desgajadas. La brecha seguida se pierde en estos potreros enormes, que hubieran catapultado a Fox y Montiel al top ten de la revista Forbes.

La miseria rodea los campos. El camino de regreso revela el abandono de terruños y poblados. El pueblo aguarda a que algo suceda, al menos eso da a entender a quien por casualidad llega a este municipio.

A la derecha del palacio está la guarida policial. Son municipales. Hace un año ningún uniformado se aparecía por allí con el pretexto del patrullaje. La guardia de hace un año, una mujer y un hombre parapetados detrás del mostrador confesaba el miedo ante posibles agresiones de la población. Ellos, atenquenses, se mantuvieron recatadamente al margen de la toma del pueblo, en el 2006. Hoy es diferente. Siete policías ríen despreocupados y bromean en ese mostrador enjuto y amanerado. Salen a la calle y manejan camionetas Pick Up que estacionan desparpajados en cualquier calle. Esta valentía, sin embargo, es apuntalada discreta pero eficazmente por una estación policiaca de la PFP, a dos o tres kilómetros sobre la autopista de Texcoco. Junto a la estación de uniformados está la Casa de Cultura, una de las pocas construcciones en buen estado. Allí acuden los estudiantes de la zona a consultar libros y usar computadoras. Dentro está también el Registro Civil, donde actas de nacimiento o matrimoniales cambian de mano con pasmosa facilidad. Allí, enfrente de esta pequeña puerta hay dos cuartos, en pleno patio. Allí se encerraron algunos para defenderse del acoso policiaco. El eco de macanas y gases antidisturbios dejaron huellas que se encargaron de borrar los munícipes. Incontables manos de pintura y discretas plantitas intentan cubrir de olvido la masacre. Dentro de una de las habitaciones una moderna aya cuida de un bebé. Una guardería ocupa hoy el lugar del ritual de sangre.

La sentencia está dictada. El olvido es, para Atenco, el castigo oficial.

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